Post de Naiara Salinas Hola, amigos del World Wide Web Side. Soy Pico de Oro y hoy os traigo el mayor cotilleo del siglo. Desde hace varias semanas las redes sociales llevan generando mucho eco sonoro por la llegada de una prole singular. Enfundados en botas de cuero, vestidos amplios con purpurina, largos chaqués, sombreros de copa y sombreros con pluma, estos nuevos miembros de la aristocracia inglesa enmudecen todo salón de fiesta por el que se dejan caer y se atreven a observar por encima del hombro a leyendas nacionales ya consumadas. Esa mirada ejerce su efecto de inmediato, porque nadie puede evitar preguntarse quiénes son, de dónde vienen y, más importante, por qué nunca los han conocido antes. Para eso, naturalmente, gustan los insaciables ojos y oídos de los usuarios de leer a tipas igual de insaciables como yo. En su mundo, una palabra basta para que sus diamantes relucientes eclipsen a los demás: Bridgerton. Y como en toda familia de pavos reales, sus polluelos constituyen su propia bandada, envueltos por la plumosa cola de cien ojos de una madre viuda que se empeñó en instaurar una tradición cuya educación lingüística se observa enseguida al enumerar sus nombres: Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca (que tan pronto como vino desapareció sin dejar rastro, dejando un agujero en este abecedario), Gregory y Hyacinth. Si todo fuese pura fonética nos congratularíamos de los finos acentos escupidores de falsas y ciertas promesas de amor, del mamarracheo del que esta servidora se reconoce culpable de disfrutar y del sabor auditivo tan fresco que llega tras oír a Billie Eilish entonada por una orquesta de violines. Pero, claro, los cotilleos que una puede atestiguar o escuchar en boca de otros solo son la base de la atracción. Es al detenerse en cada uno de estos personajes (porque sin duda son unos personajes) cuando el mimo telenovelesco cobra brío. Y, exceptuando a las únicas criaturas infantiles de la casa (y a la desaparecida Francesca, que si no es porque me sé el abecedario de memoria se me olvida que existe), no hay NADIE que pase desapercibido: como Anthony, el primogénito y cabeza de familia para quien parece que el cargo le viene muy grande, o es que no le apetece asumir la responsabilidad sobre hermanos tan descontrolados como Benedict, que quiere la vida de un artista (con sus polémicas orgías incluidas) o Colin (casi por el mismo camino pero sin la parte artística), o Eloise, la pequeña rebelde con cerebro independiente que nunca falta en las familias numerosas. Por querer, el joven adulto Anthony no quiere ni comprometerse con la soprano de la que dice estar locamente enamorado, aunque tampoco permite que su madre le apunte a First Dates (habrá que ver qué se le pasa por la cabeza a este vizconde de cuyo comportamiento soy incapaz de desinteresarme). Pero, sin duda, si los ojos de esta bloguera han de posarse en algún lado esta temporada, tal honor le corresponde a Daphne, la sierva de su condición, que al contrario que sus otros hermanos no tiene miedo de aceptar. Como haciendo gala del humor inglés del que se desprende todo lo demás (porque esto es América pura y dura jugando a las fiestas temáticas de Jane Austen), a la única muchacha de bien que solo quiere cumplir con su deber le sale todo mal, culpa de un hermano mayor demasiado sobreprotector, de un duque que tan pronto le da esperanzas como se las arrebata y de su propia cabezonería que le impide ser feliz con un príncipe de Prusia. O sea, ¡un príncipe! (Nunca he dicho que fuera lista la pobre. Esa no quería meterse en el embrollo de aprender alemán seguro). Si a esa lista de perfiles sumamos todos aquellos que entran y salen continuamente de sus vidas podríamos obtener un censo suficiente para fundarles su propia villa, siempre y cuando gusten de los enfrentamientos shakesperianos, pues, como bien señala la compañera de profesión Lady Whistledown ('Dama Silbidos', porque pecamos de un poco de obviedad en el gremio), cuando alguien brilla demasiado siempre aparece el admirador de las sombras para cubrirlo o... carbonizarlo, papel que los Featherington cumplirían con gusto si los pesares económicos y estrambóticos (como el hecho de ocuparse de una embarazada sin desposar y de color) no los tuvieran demasiado ocupados. Por si fuera poco, la joven Penelope Featherington apenas puede conciliar su amistad con Eloise y su atracción por Colin, que a su vez solo tiene ojos para la embarazada Marina, que lo único que quiere es que su hombre vuelva de la guerra en tierras sureñas (Gibraltar, ¿existes entonces?) para prometerle amor eterno, aunque lo vea imposible porque así de negativa (ejem, realista) es la muchacha. Podemos disculpar a ambas pilluelas por vivir con la madrastra y las hermanastras de Cenicienta. Por supuesto, toda imperfección en ese pulcro círculo queda perdonada cuando, al ritmo de Rod Stewart, en cámara lenta, asoma por la puerta cual Keanu Reeves el hermoso cuerpo esculpido del duque de Hastings, Simon Basset, que todo lo que tiene de guapo lo iguala en orgullo, superando a la mismísima Daphne, pero quedando por debajo del exigente Anthony. Basset es el rompecorazones perfecto, pues, movido por una sed de venganza contra los designios de su padre abusón, se ha jurado a sí mismo no casarse nunca para no engendrar herederos, sin saber que sin una varita mágica o la presencia de un testigo (más si es sacerdote, que de votos saben mucho) ese juramento de inquebrantable tiene lo que se pueda resistir la voluntad (que, en este caso, mucho no es). Con semejantes perfiles que atraen los escándalos como el conejo al zorro, hasta los consumidores súper populares de la columna de mi querida Whistledown pueden respirar tranquilos por quedar eclipsados. Bueno, tranquilos de cara a su sociedad, claro, porque mis ojos cotillas no pierden la ocasión de calar también a estas figuras históricas y comprobar hasta qué punto la reina Charlotte se hace honor a sí misma o quién es realmente el príncipe de Prusia con bonita cara de inglesito de Hogwarts. Sorprendentemente, en un mundo donde la política y la cultura importan mucho menos que el deber social de darse arrumacos, hay bastante de cierto en lo que dicen, hacen o son, incluidos sus súbditos deportistas y mi amiga silbadora, salvando ciertas licencias que quieren demostrar a los jóvenes de hoy en día que sus antepasados no eran los muermos que siempre sueltan la frasecita "En mis tiempos..." y que también estaban bien adiestrados en las posturas del Kamasutra, la moda musical y el colorido. Los abuelos, eso sí, pondrán el grito en el cielo cuando se enteren. Y si todavía os quedan dudas, una de mis fuentes os las aclara: Qué, no pensaríais acaso que todo lo bueno nos lo habíamos quedado nosotros, ¿no? Así que despedíos de Manhattan, poned vuestro mejor acento y agarrad vuestra taza de té a las 17:00, más los anteojos para poder admirar la belleza a distancia; seguid indagando sobre cuántos actores de Harry Potter se codearán con la clase alta; preguntaos cuánto tardarán los inmaduros en sentar la cabeza y seguir los pasos de la ahora bienaventurada Daphne (ejem, Antonito, querido, ¿quedamos para un té?); canturread "pito pito gorgorito" con cada hermanito o tío Gilito; apostad cuánto tardarán estos londinenses en desenmascarar a la Dama de las Cotillas que silba como los pajaritos de Twitter; anotad todas las incoherencias históricas para confirmarlas o desmentirlas; spoileaos de lo lindo con esos textos escritos por esa tal Julia Quinn que se atribuye el trabajo de mi compañera (la muy hip*****); escoged vuestra mejor indumentaria y calentad para bailar el mash up de Bad Bunny con Beethoven (porque una banda sonora clásica no se completa sin Beethoven) y olvidaos de la represión sexual decorosa porque son tiempos modernos y hay que aferrarse a la libertad más que nunca en la casa de cada uno.
Mientras tanto, yo estaré atenta para informaros de todo lo que se cueza en esta cocina.
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